E Cuando uno se acerca por primera vez al hipódromo tiene una imagen previa producto de la imaginación más amable. Uno espera encontrar un entorno natural, con mucha gente yendo de aquí para allá, pero sin prisas, que para eso ya vendrán luego las carreras. Cada cual siempre quiere ir a observar esos establos imaginados, tan perfectos, lo más parecido a un “loft”, pero para ese animal imperial, casi mágico, preparado para correr más rápido que ningún otro. Y con todo tipo de cuidados, con varias personas rodeándolo por y para él. Además, con un poco de suerte, también conoceríamos al jockey, que por lo también imaginado es una mezcla de John Wayne con incrustaciones de Fernando Alonso, que ese corre mucho también. Y siempre bien acompañado. Muy bien acompañado. Luego, volvemos a la pista. Queremos ver el circuito, con su camino firme, con una salida nítida, reluciente, que pide a gritos abrirse para dar comienzo al espectáculo. Y a mi alrededor mucha gente, gente guapa, por supuesto, abierta a responder con una sonrisa a cualquier comentario original. Pero antes habríamos pasado por la taquilla de apuestas. Porque si no, no sería una visita completa ¿O quién no sabe que al hipódromo mucha gente va “a apostar” y hacerse un poco más rico? Sería el apoteósico final a una jornada maravillosa. Y por fin se abren las puertas. Allí salen los caballos al galope. Zancadas largas, el cuerpo perfectamente acoplado del jinete. Esté no lo le ordena, le susurra para alcanzar el mejor final. Primera curva. Segunda. Ya solo queda la recta final y la gente aplaude. Ya no importa el orden en que van, sólo el hecho de llegar briosos. Ya está… han cruzado todos la llegada. No ha ganado mi favorito, pero qué más da. Lo más fuerte es la sensación de querer más, de que ya queda un minuto menos para volver a probar. Este domingo por primera vez he acompañado a mi amigo al hipódromo y he visto la realidad…